…y
yo estaba ahí y adoraba escuchar. Oía cada día su voz y sus hazañas. Todas y
cada una de las acciones del día eran para mí una aventura, un nuevo mundo. Y percibir
cómo las emociones se transmitían a través de su voz era emocionante.
Entonces
pasaba a la imaginación. Imaginaba su cara de ternura mientras hablábamos de la
casa en el mar, el perro y el gato y mirar nuestros ojos al despertar. O creía
que su cara estaba siendo dura cuando me contaba acerca de un representante “toca
pelotas”.
Le
podía ver en mi mente mientras regañaba a una Esther con frases inesperadas, o
con cariño halagando el tejido de cabello de marroncito. La sonrisa desbocada
con las locuras de Pablito o las tardes de compras con Adri.
…y
así pasaba los días. Feliz. Viviendo su mundo y contándole del mío. Intentando
poner en él las emociones que él ponía en mí.
Luego
todo pasó.
…y
así me veo extrañando esos cuentos, mientras el reproductor está en aleatorio y
su audio llega a mi oído, contándome cómo una tonta casi lo hace chocar en una
rotonda.
Regreso
a esos días y revivo la emoción. Me arrepiento, y continúo.
La
vida es sabia y yo, por recomendación de él mismo, halaré el hilito rojo que me
une a mi destino.