Había una vez… una historia de esas que suelen desarrollarse de manera típica, con un par de rostros perfecto enamorados y un final feliz.
Pero no, esto no era lo que la historia quería. ¿Acaso llegaron a preguntarle alguna vez si deseaba que esos dos personajes fuesen los protagonistas? ¿La tomaron en cuenta a la hora de darle ese final tan repetitivo?
Ella aseguraba que iba a ser diferente. Cuando su autor comenzó a crearla, ella intentó llevar su mente hacia un desenlace inesperado, tal vez la muerte de la chica que enamoró a aquel príncipe.
Pero no, el escritor se negaba y la llevaba por otros rumbos.
En todo el camino, la historia se cruzó con miradas enamoradas y se inventó a una bruja que acabara con ellas. Pero no fue suficiente, la destruyeron.
Ella insistía en ser distinta, así que decidió crear una suegra nada simpática para ayudarse. Error. La princesa se ganó el cariño de la malvada madre.
Y la historia sufría. ¿Por qué no podía ser diferente? Al final del día, se sentía presa, como si la mente de la persona en el teclado era quien creaba el camino, no ella misma.
Y se negaba a continuar su camino. Entonces, entre trabas, el escritor abandonaba y prometía continuar en otro momento.
La historia soñaba en ese instante con un desenlace diferente. Pero los sueños no siempre se hacen realidad cuando dependen de otras personas.
Entonces prefirió morir.
Se decía, en sus últimos minutos, que nunca pidió ser escrita, mucho menos ser cursi, así que jamás sería una más en un archivo, una más en un estante de librería que sólo sería leída por incrédulos que no conocían el mundo.
Y en ese arranque de rebeldía, huyó de la mente del autor.
Había una vez, una historia que parecía perfecta. Dos protagonistas enamorados, una bruja, una suegra, y el amor reinando.
Pero esa historia nunca fue terminada. Nunca quiso ser una más del montón.
Y el “colorín colorado” nunca pudo ser encontrado.
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