Recuerdo que cada noche me sentaba afuera sólo a observar las estrellas y la Luna en silencio. Les contaba cosas, como si en verdad estuviesen oyéndome y me ayudasen a encontrar el camino correcto.
Le pedía deseos a la Luna, cada noche, deseos que nunca fueron realmente importantes.
Pedía mejorar notas, encontrar salidas a problemas, verme bien en alguna cita, arreglarme con mis amigos, que no lloviera el día que debía salir y varias cosas más que tal vez suenen a tonterías pero eran, en ese tiempo, lo que más deseaba.
Hasta que un día le hice una petición que me cumplió y cambió definitivamente mi vida: deseé un amor y éste llegó a mi vida. Entonces hubo un tiempo en el cual no pedía nada, sólo me sentaba a agradecerle.
Pero todo eso cambió. Después de un tiempo, regresaron los deseos. Pedía resolver problemas, que me entendiera, que no me dejara, que me ayudara a tener fuerzas para continuar.
Y así siguió todo. De desear que llegase a mi vida, pasé a querer que saliera de ella y tener el valor suficiente para seguir adelante y olvidar todo lo que había sucedido.
Entonces, eso de hacer deseos a la Luna cambió totalmente, por eso siempre se dice que hay que tener mucho cuidado cuando se formula un deseo.
Hoy he vuelto a sentarme a observarla. No le he pedido deseos, pero sí estuve recordando esa época. Y ella sigue ahí, cambiando de fase y de posición, pero siempre sobre nosotros, con su plateada luz iluminando nuestras vidas y concediendo cada deseo que le pedimos, aunque muchos, como yo, ya no queramos hacer peticiones, sólo admirarla.