Me
he acostumbrado tanto a no contarle a nadie lo que me sucede, que a veces me
siento atrapada dentro de mí misma. Tal vez no sea lo mejor, pero confiar se me
convertido en un trabajo imposible.
Tengo muy buenos amigos, no puedo negar
eso, pero llegó un momento en el cual dejé de sentir que relatarles mis
sentimientos era beneficioso. Justo en ese instante, terminé de cerrar la
pequeña ventana por la cual se asomaba lo que siento.
Primero, odio que alguien sienta
lástima. Pobre, desafortunada, vendrán cosas mejores, todo tiene su momento,
debes hacer esto o aquello y demás frases clichés comenzaron a ser tan molestas
para mí, que prefiero no oírlas.
Segundo, que no a todos podemos
abrirles nuestra vida. Algunos sólo se aprovechan para llenarte de malas
vibras, hacer que todo vaya peor, burlarse o contárselo al resto de sus
conocidos. Lamentablemente, esa gente abunda.
Y tercero y último: nuestros problemas
la mayoría de las veces son muy pequeñitos delante de los de otros. En muchas
ocasiones, sólo lo ven como una tontería, lo cual termina molestando a tus
amigos y soy de las que prefiere no fastidiar a nadie.
Entonces, por todas estas razones, se
quedan dentro de mí muchas quejas, dudas, presiones, tristezas, incluso
alegrías. Pero llega un momento en el cual sientes que no puedes más. Que
necesitas que alguien te tome del brazo, te sacuda y te diga que algo no está
bien, que debes salir adelante.
Necesitas
también que alguien te abrace fuerte y te diga que está feliz por tus logros. O
que se ría de las tonterías que has hecho por obtener algo.
Confiar es necesario, lo sé. Todos
debemos hacerlo en algún momento, pero es tan difícil que a veces preferimos
encerrarnos y nuestros propios pensamientos nos comen por dentro.
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