Ayer volví a llorar. Hacía mucho tiempo que no sucedía, supongo que las lágrimas se habían convertido en palabras y se habían estado escapando de mí de una manera menos triste.
Todo fue por tener un pasado metido en el pecho que nunca he sabido cómo dejar atrás… o tal vez nunca he querido que se quede en donde debería.
Por supuesto, unas copas ayudaron a que mi boca dijera cosas que el tiempo me prohibió pronunciar. Y que pienso que ya nunca más deberían salir de mí.
Ahí estaba yo, encerrada entre cuatro paredes hablando con ese tatuaje que llevo en mi sangre desde hace ocho años. No sabía qué hacer o qué decir, sólo había lágrimas y unos ojos recorriendo una y otra vez frases que pensé que nunca más iba a leer.
¿Qué nos trajo hasta este punto? No lo sé. Nunca entenderé por qué los amores verdaderos se apagan. Me niego también a creer que dejamos alguna vez de amar. Siempre he pensado que aprendemos a querer a otra persona, que la vida nos hace cambiar la intensidad del sentimiento, pero que nunca se va.
Y cuando algún pequeño suspiro nos hace ver que ese algo aún sigue ahí, en tu piel, latiendo en tu pecho y calentándote el alma, entonces descubrimos que la vida no es justa… que nosotros muchas veces no sabemos vivirla.
Entonces no debemos echarle la culpa al destino, si somos nosotros mismos quienes lo forjamos. Y no debemos confiarnos en los “para siempre”. Porque tal vez sí se amen para toda la vida, pero quizás no estén juntos para disfrutarlo.
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