No
sé cuántas cartas he escrito y no han llegado a su destinatario. Se han quedado
escondidas en una oscura carpeta entre mis documentos o en el oscuro rincón de
la caja de mis recuerdos.
Hay muchos nombres variados, muchas
frases que nunca he pronunciado y una cantidad incontable de verdades que no
por no haber sido dichas en su momento, dejan de ser válidas.
Imagino que en el fondo, el motivo de
no haberlas entregado es porque espero que sea el destino quien haga que la
persona que no las recibió diga: ella pudo tener la razón.
A veces, hay quienes necesitan abrir
los ojos solos, y en otras oportunidades, hay gente que no merece más palabras,
porque ya han dejado pasar las suficientes.
Pero es como una manera de drenar, de
sacar eso que a menudo sentimos en el pecho y que se convierte en un nudo que
podría llegar a ahogarte si no lo dejas escapar, cual cascada de expresiones.
Hay demasiadas cartas que no he podido
entregar. Unas por falta de valor, otras porque simplemente no merecen ser dadas.
Lo cierto es que si en algún momento alguien las consigue, tendrá el derecho de
hacerlas llegar. De revelarlas. De dar una sonrisa o una bofetada a sus dueños.
Quizás en el momento en que lleguen a
las manos que pertenecen, ya sea tarde o es posible que sea el momento adecuado
para arrepentirse.
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