Aunque
intento conseguir las palabras correctas para describir lo que siento cuando
escribo, creo que ninguna llega a definir completamente lo que pasa dentro de
mí luego de cada expresión.
Es como si las puertas de alguna parte
de mis sentimientos se abriera y salieran volando miles de vivencias, apuradas,
queriendo ser retratadas, empujando a mis dedos a que digan todo lo que ellas
quieren que sea leído.
Las palabras llegan solas. Como si
tuvieran vida propia y ellas dijeran: yo voy primero, luego sigo yo y para
terminar salgo yo y le daré el remate que merece este escrito.
Claro, son caprichosas. Llegan en los
momentos menos esperados y si no las plasmas al instante, salen corriendo,
huyendo, y no regresan, como para castigarte por no haberlas atendido y
colocado en el lugar en donde ellas deseaban estar.
Pero hay momentos en los que ellas
duelen. Salen sin que lo esperes y cuando te das cuenta, es como si te dieran
un golpe fuerte en el rostro, como si intentaran hacerte ver una realidad.
Las letras tienen vida propia, y yo soy
feliz de hacerlas salir a través de mis dedos, complaciendo sus caprichos,
escribiendo al ritmo que quieren, en el momento que desean ser escritas y en el
orden que salen.
Luego de que todas se han pegado a un
papel, yo me siento libre. Es como si pudiese entender que vivo para ellas, que
son mi medicina, mi calma, mi paz interior.
Retratar entonces todas esas cosas que
he logrado sentir, vivir, oler, ver, palpar, soñar, imaginar, es lo que más
disfruto del mundo, porque a través de las letras puedo decir lo que mi voz a
veces no se atreve. El oficio de escribir, le dicen. Yo lo llamo gritar sin
voz.
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