-¿Me
acompañas?- me dijo esa noche en la playa, y me llevó de la mano hasta
sentarnos en la orilla.
-Cierra
los ojos, por favor.
Obedecí
sin dejar de sonreír, sintiendo la brisa del mar en mi rostro.
-Shhh,
haz silencio. ¿Escuchas las olas? ¿Puedes oír el mar?
-Sí.-
Le dije asintiendo y sin saber a dónde quería llegar.
-Los
Dioses te dicen, a través del sonido del mar, que están presentes y que eres
parte de ellos.
Sonreí.
Él sabía perfectamente cómo hacer de ese momento algo especial.
-Respira
profundo. ¿Sientes el olor de la playa? ¿Qué te transmite?
-Paz.-
contesté, ya con ganas de abrazarlo.
Tomó
mis manos suavemente y las colocó en la arena, la cual en ese momento estaba
fría.
-Tócala,
siéntela entre tus dedos. Es como si con ella los Dioses te dijeran que te dan
firmeza y que aunque te hundas un poco, siempre podrás salir adelante.
No
podía dejar de sonreír y una extraña sensación recorría mi estómago.
-Abre
los ojos y mira el cielo. Con toda esa belleza delante de ti no puedes más que
sentirte pequeñita, sin embargo, ninguna de esas estrellas se compara con tu
luz.
Mis
ojos se llenaron de lágrimas.
-No
llores. Cierra los ojos de nuevo. Hay algo que debes probar. No será el mar,
que ya sabes que es salado. Tampoco la arena, eso podría hacerte daño, y, desde
luego, no puedes morder las estrellas. Pero quiero que pruebes un sabor que tal
vez ya has sentido, pero que dices no recordar.
Quería
preguntarle de qué hablaba pero con un beso silenció mi boca.
-Ese,
hermosa, es el sabor del amor.
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