viernes, 1 de junio de 2012


        Había estado tomando todo de la mejor manera. Decidí que si la vida me pone pruebas yo las superaría y que si se trataba de que me cerraran una puerta por segunda vez, ya no la tocaría nunca más.
         Pero hoy todo me ha llevado hasta un mismo punto. Uno que duele, que ya no está, que recuperé para nada.
         Había recibido el perdón que tanto tiempo deseé, pero no me sirvió de mucho, sólo cinco minutos de felicidad que se fueron tal cual una enorme ola que desaparece en la orilla, dejando sólo un poco de espuma.
         Y hoy… hoy, después de negarme a pensar en cómo me siento por lo que sucedió, vuelvo a recordar sus palabras. Y no, definitivamente no me gusta hacerlo.
         Todo sucedió por un escrito que vi que decía que si supiéramos que es el último día de nuestras vidas, debemos decir lo que sentimos y expresar lo que queremos.
         Entonces pienso que quisiera un día tomar el teléfono y sólo decirle que a pesar del muro que nos separa, lo quiero. Que lo que me hace sentir no tiene que ver con todas las discusiones tontas que hemos tenido y que si quiere verme cómo realmente soy, sólo debe permitírselo.
         Pero simplemente no puedo hacerlo. No por orgullo, sino por dignidad. Porque una cosa es superar la tontería de decir que debe ser él quien debe dar el primer paso y otra muy distinta es dar siempre el toque de inicio y recibir una mala respuesta… o ninguna.
         Es por eso que no quedan ganas ya de correr detrás de un tren que parece que no tuviera estación de llegada. Es por eso que prefiero tentar al destino escribiendo esto, con la esperanza de que algún día lo lea y decida regresar.
         Tal vez no estaré para siempre… pero siempre querré perdonar.

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